Te tumbas en el
sofá algo desorientado y observas más allá de la ventana el sutil movimiento de
las ratas voladoras. Ahí están, sobre el faro, atiborradas de mugre y despojos de una
civilización que ha quedado sin aliento. Tal vez conspiren a través del diálogo
binario y esperen el momento adecuado para descargar las protocolarias
consecuencias de una mala digestión.
Alcanzas un par
de mandarinas, dispuestas ya sobre la mesa. Las hueles, sólo hace falta olerlas
para saber si están dulcemente maduradas o si contribuirán a añadir dosis de
acidez al posterior proceso gástrico. Te lo tomas con calma, no vaya a ser que
hinques demasiado la uña mil veces masticada en la epidermis de la fruta y le
causes un boquete. No, tú la quieres intacta. Empiezas a descortezar la primera.
Poco a poco y sin apartar la mirada de ella. Los ojos bien abiertos,
concentrado para no despedazar la fibra. El olor se hace cada vez más evidente.
Ya sólo queda arrancar uno de los dos polos pero te precipitas demasiado al
intuir el saboreo. Ejército de navajas opacas, la ola crispada que nace y busca
muerte directa en la panorámica atenta, te asestan un golpe totalmente
inesperado. Dos microsegundos fueron los que te advirtieron. Lo que fue museo
en un instante aterriza en los ojos. Escuece, mucho. Y no sabes, mientras abres
y cierras las persianas en movimiento mecánico, si maldecir, consumir, o
lanzársela a la maldita paloma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario