Concierto en Si mayor
para piano y mecanografía
Le gustaba contemplarlo mientras
leía. Escudriñar sus ojos cuando recorrían palabras propias y ajenas,
imaginando lo imaginado. Viéndolo articular palabras mudas. Adivinando, con
esfuerzo a veces y con extraordinaria facilidad en ocasiones, hasta que punto
el hombre al que amaba se alejaba de su lado, del piso compartido y de la melodía
dedicada, para marchar en busca de aventuras.
Algunas tardes, cuando terminaban
de comer, ella se sentaba al piano mientras él fregaba la vajilla. Disponía
cuidadosamente el cristal de los vasos junto a la porcelana de los platos,
anexa a los cubiertos perfectamente alineados. Ella le insistió en varias
ocasiones en comprar una lavavajillas, pero al final desistió. Terminó por comprender
que aquella actividad cotidiana, manual, mecánica - como podía ser el cortar y lavar
verduras u ordenar el escritorio -, le hacía feliz. Le gustaba aquel ordinario
ritual en que ambos preparaban juntos las comidas, siempre que sus horarios así
se lo permitían, delegando en el viejo tocadiscos la banda sonora de sus
batallitas individuales. Entre risas y besos furtivos – que en más de una
ocasión terminaron con forcejeo de cuerpos sobre la encimera –, se contaban el
uno al otro sus quehaceres de la mañana.
Ella solía referirle de forma
detallada sus encuentros, sus charlas, sus descontentos; pincelando solo de
forma muy austera las escenas en las que había participado aquella mañana o las
que quedaban por delante. Aquellos relatos ocupaban con frecuencia toda la
preparación del plato principal, cocción u horneado incluidos, y se extendían
hasta el mismo momento de sentarse a la mesa. En ese instante ella lo miraba
con cierta malicia, como imaginando que él había dejado de prestarle atención
en algún momento - nada más lejos -, así que lo ponía a prueba haciéndole
alguna pregunta referente a lo narrado; solo que alterando el nombre del
protagonista, el lugar o algún detalle fundamental. Como al descuido. Él servía
el vino, le ofrecía su servilleta – ella gustaba de hacer encantadoras figuras
al doblarlas, de forma que cada uno identificase la suya propia, que cambiaba
cada semana y siempre ambas a la vez – y tras tomara asiento la miraba
fijamente. Entonces despegaba los labios sin hablar, haciendo brillar una
concienzuda sonrisa lobuna, y empezaba a fabular. Estas ensoñaciones se
prolongaba a lo largo de la comida y los postres, y arrancaba siempre con una
modesta demostración de cómo, no solo no había perdido detalle de la mañana de
la mujer con quién compartía mesa y vida, sino que se había formado firmes
opiniones al respecto. Con los primeros bocados ya había dado algunos consejos
y alabado o desaprobado las actitudes de algunos de los compañeros de rodaje de
la joven. Tras el primer sorbo de vino salía en defensa del director, que era
amigo suyo y además el responsable de que ambos se conocieran. Y cuando llegaba
el momento de atacar el plato principal se desencadenaba en él un curioso
proceso que a ella le hacía dejar de comer en muchas ocasiones, solo por no
perder detalle de las transformaciones del rostro de su hombre y la pasión con
la que relataba las tramas que el mismo inventaba. Esto sucedía del modo
siguiente: Aprovechando el cebo narrativo con el que ella pretendía cazarlo a
él, provocaba alguna situación imaginaría que le arrancara a su amada una
sonrisa, sino una carcajada, procurando que no coincidiera con un tiento a la
copa – pues no sería la primera vez que entre risas quedaba empapado de vino,
sin llegar a demostrarse nuca que tinto, blanco o rosado le afectasen de modo
diferente -; para a continuación, introducir a sus propios personajes en la
cómica situación. En ese instante el comensal desparecía y lo suplantaba el
escritor, quién hacía las delicias de la actriz con los últimos añadidos,
avances, rectificaciones y dilemas a los que se había enfrentado en su estudio
por la mañana. Sentado frente a su “Máquina de escribir” – que de hecho era y
había sido siempre un ordenador portátil, solo que jamás lo llamó así -,
mientras ella interpretaba a una mujer fría y sin escrúpulos en un plató, al
otro lado de la ciudad. Él no se lo explicaba, se lo contaba. Como cuando de
niño su madre le leía cuentos. Había adquirido con el tiempo la capacidad de
ingerir comida al mismo tiempo que relataba, aprovechando las pausas
pertinentes para crear tensión en el imaginario de su preciosa oyente. De ese
modo se compensaban los primeros minutos de estar sentados en la mesa, en los
que ella comía y él probaba su interés, con lo que llegaban a los postres de
forma más o menos simultánea. Entonces ella le daba su opinión con respecto a
algunos detalles, y se permitía el sugerirle algunas actitudes o subtramas;
incluso llegó a crear para el autor algún que otro personaje. Él bebía sus
palabras.
Ella era, en muchos sentidos, su
ventana al mundo. No es que el nostálgico mecanógrafo fuera un tipo huraño o
antisocial – o no en exceso -, pero ella tenía la virtud de mostrarle cosas que
a él le pasaban inadvertidas. Cosas extraña, pues hablamos de un hombre
observador, minucioso en el complejo arte de observar el mundo y los seres que
lo integran; docto en tratar de comprender al ser humano, instinto y pasiones
incluidas. Y pese a ello, la hermosa intérprete siempre le hacía caer en la
cuenta de algo oculto frente a sus adiestrados ojos. Era esta hembra de una
naturaleza poco común. Ya se ha dicho que era bella y dejado intuir que era
astuta, pero es obligado apuntar que se trataba de un ser extremadamente
inteligente y sensible. Tanto que sus, en apariencia descuidadas, observaciones
o consejos, fueran puestos en sus labios con intención de que su hombre los
atrapara e hiciera propios. Era esta forma sutil de actuar, ese amor que
depositaba de forma desinteresada en cada gesto y palabra que le dirigía – a él
especialmente, y a su entorno en general –, lo que enamoró al escritor cuando
éste era guionista. Amén de su descaro, de ese desenfado femenino que el llamó
una vez “audacia”.
- Srta. DuChamps, el Sr. Lobo.
Guionista de nuestro próximo proyecto y un viejo amigo.
- Gabriel, porfavor. Es
un placer.
- Le creo. Y me alegro
de que lo sea. Una no se pasa la mañana revolviendo el ropero si no pretende
que cause placer el verla. ¿De qué se ríe?
- Es usted audaz,
además de muy hermosa. Y me agrada como me mira.
- ¿Y cómo le veo?
- No se como me ve. Le
he dicho que me gusta como me mira. Para mirarme así debió usted empezar a
verme cuando entré en el comedor. Desde que me he sentado me mira. Me observa.
Al detalle.
- Le cuento las pecas.
- ¿Es una proposición
formal?
- Si me sigues mirando
así, a lo mejor.
- Si tu me sigues
mirando así uno de los tres se va a ruborizar.
- No tienes pinta de
ser de esos y Mat lleva un buen rato sin saber donde meterse.
- Fascinante. ¿Os vais
a casar o algo?
- Claro.
- Pero que guapo eres,
maldito.
No era la primera vez. Pero decidió que
bien podía pasar el resto de su vida dejándose maldecir, cada día, siempre que
ella lo mirara así.
El que ha hecho las presentaciones es Mateo, el
director de la película. De aquella que les acontecía entonces y de las dos que
siguieron, a favor del meteórico ascenso de Sophie y de la retirada definitiva
de Gabriel del mundo del cine.
Tras
conocerla, el guión sufrió un cambio radical. Aquella obra encumbró a los tres
amigos. Mateo quiso que a partir de entonces Sophie protagonizara todas sus
películas. Era su musa, su diosa fortuna. La actriz por su parte, primeriza
pero fascinada con la historia y con el proceso de rodaje, aceptó, siempre que
pudiera seguir componiendo ella la banda sonora. Gabriel, que se reconoció inútil
para volver a darle a su amigo y director una obra como la anterior, decidió
hacerse a un lado y dedicarse a su novela. Era este un proyecto vital que
databa de sus años de primera juventud y que recuperaba ahora, con la serenidad
y la fortaleza que le insuflaba la mujer que estaba a su lado.
Ella
seguía tocando cuando el correr del agua se dejó de oír. A los pocos minutos
entró el escritor en el estudio y tomó asiento en la butaca. Dicha pieza del
mobiliario estaba dispuesta en la sala por la mujer, sin que él hubiese hecho
jamás amago de cambiarla de sitio, para poder mirarlo de frente cuando se
sentaba al piano. Un extraordinario Fazioli, echo por encargo y que pagó el
éxito en taquilla. El estudio era amplio, acorde al tesoro que albergaba. Su
música. Recelosa y tímida, como realmente era, firmó siempre las piezas de sus
películas bajo pseudónimo. Nunca dio recitales fuera de casa ni pretendió
participar en bandas sonoras que no fueran las de los films que dirigía Mat. Se
sentía cómoda en su propia melodía. Tocar le deba paz. Como observarle.
Únicamente había en la sala, piano a parte, la biblioteca compartida - cuya
disposición no afectaba a la acústica del espacio – la butaca y el escritorio.
Ahora que él ya llevaba un tiempo sumergido en la lectura, la actriz dejó de
interpretar. A veces el salía del trance, otras continuaba allí. Fuese donde
fuese. En esta ocasión permaneció inmóvil. La compositora pasó cinco minutos
mirando más allá de la cola. Luego regresó a sus teclas.
Al
día siguiente Gabriel amaneció sólo. Al incorporarse, acudió a él el recuerdo
de un beso. Debido a los horarios de rodaje, Sophie se despertaba en ocasiones
la primera, pese a llevar el jubilado guionista un estricto horario de trabajo
como escritor. Eran las siete y treinta minutos de la mañana. Le extrañó que
ella no lo mencionase la noche anterior, pero no le dio importancia. Preparó
café y tostadas y se las llevó consigo a la terraza. A media taza le sobrevino
un pensamiento, una idea que debía plasmar de forma inmediata, de manera que se
llevó los restos de su desayuno al estudio y empezó a teclear. Apenas escribió
la primera línea no pudo parar.
Tal
era su concentración en aquella página que no percibió la entrada de Sophie en
la sala. Ella, prudente y silenciosa, caminó lentamente hasta colocarse a su
espalda. Pasados unos instantes el escritor se detuvo, recostándose por primera
vez en la media hora transcurrida sin dejar de darle a la tecla. Entonces ella
le tapó los ojos con infinita ternura.
- ¿Sabías que estaba aquí?
- Te olí con la última
tecla.
- Voy a dejar el cine.
Quiero a Mat y terminaremos juntos la película. Ni puedo ni quiero dejarlo
ahora. Pero será la última.
- En mi cabeza siempre
eres feliz interpretando.
- En tu cabeza siempre
soy feliz cuando eran tuyas las palabras que yo decía. Cuando te leía, y al
leerte, te oía. ¿Te he dicho alguna vez que al leer es como si fueras tu quien
me lee? Pues es cierto. Y fue maravilloso poner en mi boca los diálogos más
hermosos de tu historia. Por eso me recuerdas feliz. No es que no lo haya sido
desde entonces. Al contrario. Soy tan feliz desde que te conozco que actuar era
un tiempo ineludible entre despertar contigo y volverte a ver. Mat me cuida
mucho y he disfrutado de los últimos rodajes, pero no es lo mismo. No sin ti.
Debí comprenderlo. Puede que si tu no hubieses acudido cada día, durante el
rodaje de aquella primera película, yo jamás hubiese asociado hacer cine a la
felicidad. Al fin y al cabo era mi primer film serio. Pero allí estabas tú,
mirándome. Besándome entre decorados. Haciéndome el amor en el descanso.
Ensayando conmigo cada página, que luego se volaba en el balcón, se rompía
entre las sábanas o se mojaba en la ducha. Gracias a ti recuerdo el guión
entero de memoria. Sin ti no es lo mismo. Lo comprendí ayer sentada frente al
piano, viéndote leer. Eso no ha cambiado. Los dos somos de tecla. La paz que
siento al verte leer o escribir es la misma que me dan a mi mis melodías al
piano. Tu apostaste por lo que de verdad querías al terminar la película. Yo
voy a hacerlo ahora. Voy a ser valiente.
- Yo aposté por lo que
de verdad quería mucho antes de terminar la grabación. De hecho aposté por ello
antes incluso de empezarla.
- Tonto.
- ¿Te he dicho alguna
vez que soy incapaz de leer con música? Puedo perderme si hay ruido y
zambullirme del todo si hay silencio. Pero me molestan los sonidos.
- Jamás me lo dijiste.
- Nunca hizo falta. Leo
y escribo con avidez, más si cabe que en silencio, cuando te sientas al piano.
Tu no lo sabes, pero a veces, me detengo a pensar en algo que me sugieren las
letras, las palabras o el autor. Entonces te encuentro. Me pierdo viéndote
tocar y es en ese instante cuando comprendo que estás tocando de verdad. No me
resulta fácil dejarte de mirar entonces. Volver a mis teclas o al libro. Me cuesta
decidir que me hace más feliz. Será un extraordinario honor acompañarte a tu
primer concierto al piano.
- Quítate la camisa.
- Estoy en medio de un
giro argumental. ¿Me dejas que termine?
- Nadie te ha dicho que
pares. Solo quítate la camisa. ¿Sabes cuando me enamoré de ti?
- ¿Cuándo te besé entre
el café y los postres?
- No. Me conquistaste
con un, “Claro”. Y ni siquiera iba dirigido a mi.
- Cásate conmigo.
- No hasta que termine
de contarte los lunares.
FIN
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