jueves, 20 de diciembre de 2012

Concierto en Si mayor para piano y mecanografía


Concierto en Si mayor para piano y mecanografía

Le gustaba contemplarlo mientras leía. Escudriñar sus ojos cuando recorrían palabras propias y ajenas, imaginando lo imaginado. Viéndolo articular palabras mudas. Adivinando, con esfuerzo a veces y con extraordinaria facilidad en ocasiones, hasta que punto el hombre al que amaba se alejaba de su lado, del piso compartido y de la melodía dedicada, para marchar en busca de aventuras.
Algunas tardes, cuando terminaban de comer, ella se sentaba al piano mientras él fregaba la vajilla. Disponía cuidadosamente el cristal de los vasos junto a la porcelana de los platos, anexa a los cubiertos perfectamente alineados. Ella le insistió en varias ocasiones en comprar una lavavajillas, pero al final desistió. Terminó por comprender que aquella actividad cotidiana, manual, mecánica - como podía ser el cortar y lavar verduras u ordenar el escritorio -, le hacía feliz. Le gustaba aquel ordinario ritual en que ambos preparaban juntos las comidas, siempre que sus horarios así se lo permitían, delegando en el viejo tocadiscos la banda sonora de sus batallitas individuales. Entre risas y besos furtivos – que en más de una ocasión terminaron con forcejeo de cuerpos sobre la encimera –, se contaban el uno al otro sus quehaceres de la mañana.
Ella solía referirle de forma detallada sus encuentros, sus charlas, sus descontentos; pincelando solo de forma muy austera las escenas en las que había participado aquella mañana o las que quedaban por delante. Aquellos relatos ocupaban con frecuencia toda la preparación del plato principal, cocción u horneado incluidos, y se extendían hasta el mismo momento de sentarse a la mesa. En ese instante ella lo miraba con cierta malicia, como imaginando que él había dejado de prestarle atención en algún momento - nada más lejos -, así que lo ponía a prueba haciéndole alguna pregunta referente a lo narrado; solo que alterando el nombre del protagonista, el lugar o algún detalle fundamental. Como al descuido. Él servía el vino, le ofrecía su servilleta – ella gustaba de hacer encantadoras figuras al doblarlas, de forma que cada uno identificase la suya propia, que cambiaba cada semana y siempre ambas a la vez – y tras tomara asiento la miraba fijamente. Entonces despegaba los labios sin hablar, haciendo brillar una concienzuda sonrisa lobuna, y empezaba a fabular. Estas ensoñaciones se prolongaba a lo largo de la comida y los postres, y arrancaba siempre con una modesta demostración de cómo, no solo no había perdido detalle de la mañana de la mujer con quién compartía mesa y vida, sino que se había formado firmes opiniones al respecto. Con los primeros bocados ya había dado algunos consejos y alabado o desaprobado las actitudes de algunos de los compañeros de rodaje de la joven. Tras el primer sorbo de vino salía en defensa del director, que era amigo suyo y además el responsable de que ambos se conocieran. Y cuando llegaba el momento de atacar el plato principal se desencadenaba en él un curioso proceso que a ella le hacía dejar de comer en muchas ocasiones, solo por no perder detalle de las transformaciones del rostro de su hombre y la pasión con la que relataba las tramas que el mismo inventaba. Esto sucedía del modo siguiente: Aprovechando el cebo narrativo con el que ella pretendía cazarlo a él, provocaba alguna situación imaginaría que le arrancara a su amada una sonrisa, sino una carcajada, procurando que no coincidiera con un tiento a la copa – pues no sería la primera vez que entre risas quedaba empapado de vino, sin llegar a demostrarse nuca que tinto, blanco o rosado le afectasen de modo diferente -; para a continuación, introducir a sus propios personajes en la cómica situación. En ese instante el comensal desparecía y lo suplantaba el escritor, quién hacía las delicias de la actriz con los últimos añadidos, avances, rectificaciones y dilemas a los que se había enfrentado en su estudio por la mañana. Sentado frente a su “Máquina de escribir” – que de hecho era y había sido siempre un ordenador portátil, solo que jamás lo llamó así -, mientras ella interpretaba a una mujer fría y sin escrúpulos en un plató, al otro lado de la ciudad. Él no se lo explicaba, se lo contaba. Como cuando de niño su madre le leía cuentos. Había adquirido con el tiempo la capacidad de ingerir comida al mismo tiempo que relataba, aprovechando las pausas pertinentes para crear tensión en el imaginario de su preciosa oyente. De ese modo se compensaban los primeros minutos de estar sentados en la mesa, en los que ella comía y él probaba su interés, con lo que llegaban a los postres de forma más o menos simultánea. Entonces ella le daba su opinión con respecto a algunos detalles, y se permitía el sugerirle algunas actitudes o subtramas; incluso llegó a crear para el autor algún que otro personaje. Él bebía sus palabras.
Ella era, en muchos sentidos, su ventana al mundo. No es que el nostálgico mecanógrafo fuera un tipo huraño o antisocial – o no en exceso -, pero ella tenía la virtud de mostrarle cosas que a él le pasaban inadvertidas. Cosas extraña, pues hablamos de un hombre observador, minucioso en el complejo arte de observar el mundo y los seres que lo integran; docto en tratar de comprender al ser humano, instinto y pasiones incluidas. Y pese a ello, la hermosa intérprete siempre le hacía caer en la cuenta de algo oculto frente a sus adiestrados ojos. Era esta hembra de una naturaleza poco común. Ya se ha dicho que era bella y dejado intuir que era astuta, pero es obligado apuntar que se trataba de un ser extremadamente inteligente y sensible. Tanto que sus, en apariencia descuidadas, observaciones o consejos, fueran puestos en sus labios con intención de que su hombre los atrapara e hiciera propios. Era esta forma sutil de actuar, ese amor que depositaba de forma desinteresada en cada gesto y palabra que le dirigía – a él especialmente, y a su entorno en general –, lo que enamoró al escritor cuando éste era guionista. Amén de su descaro, de ese desenfado femenino que el llamó una vez “audacia”.



- Srta. DuChamps, el Sr. Lobo. Guionista de nuestro próximo proyecto y un viejo amigo.

-   Gabriel, porfavor. Es un placer.

-   Le creo. Y me alegro de que lo sea. Una no se pasa la mañana revolviendo el ropero si no pretende que cause placer el verla. ¿De qué se ríe?

-   Es usted audaz, además de muy hermosa. Y me agrada como me mira.

-   ¿Y cómo le veo?

-   No se como me ve. Le he dicho que me gusta como me mira. Para mirarme así debió usted empezar a verme cuando entré en el comedor. Desde que me he sentado me mira. Me observa. Al detalle.

-   Le cuento las pecas.

-   ¿Es una proposición formal?

-   Si me sigues mirando así, a lo mejor.

-   Si tu me sigues mirando así uno de los tres se va a ruborizar.

-   No tienes pinta de ser de esos y Mat lleva un buen rato sin saber donde meterse.

-   Fascinante. ¿Os vais a casar o algo?

-   Claro.

-   Pero que guapo eres, maldito.

No era la primera vez. Pero decidió que bien podía pasar el resto de su vida dejándose maldecir, cada día, siempre que ella lo mirara así.
El que ha hecho las presentaciones es Mateo, el director de la película. De aquella que les acontecía entonces y de las dos que siguieron, a favor del meteórico ascenso de Sophie y de la retirada definitiva de Gabriel del mundo del cine.
Tras conocerla, el guión sufrió un cambio radical. Aquella obra encumbró a los tres amigos. Mateo quiso que a partir de entonces Sophie protagonizara todas sus películas. Era su musa, su diosa fortuna. La actriz por su parte, primeriza pero fascinada con la historia y con el proceso de rodaje, aceptó, siempre que pudiera seguir componiendo ella la banda sonora. Gabriel, que se reconoció inútil para volver a darle a su amigo y director una obra como la anterior, decidió hacerse a un lado y dedicarse a su novela. Era este un proyecto vital que databa de sus años de primera juventud y que recuperaba ahora, con la serenidad y la fortaleza que le insuflaba la mujer que estaba a su lado.



Ella seguía tocando cuando el correr del agua se dejó de oír. A los pocos minutos entró el escritor en el estudio y tomó asiento en la butaca. Dicha pieza del mobiliario estaba dispuesta en la sala por la mujer, sin que él hubiese hecho jamás amago de cambiarla de sitio, para poder mirarlo de frente cuando se sentaba al piano. Un extraordinario Fazioli, echo por encargo y que pagó el éxito en taquilla. El estudio era amplio, acorde al tesoro que albergaba. Su música. Recelosa y tímida, como realmente era, firmó siempre las piezas de sus películas bajo pseudónimo. Nunca dio recitales fuera de casa ni pretendió participar en bandas sonoras que no fueran las de los films que dirigía Mat. Se sentía cómoda en su propia melodía. Tocar le deba paz. Como observarle. Únicamente había en la sala, piano a parte, la biblioteca compartida - cuya disposición no afectaba a la acústica del espacio – la butaca y el escritorio. Ahora que él ya llevaba un tiempo sumergido en la lectura, la actriz dejó de interpretar. A veces el salía del trance, otras continuaba allí. Fuese donde fuese. En esta ocasión permaneció inmóvil. La compositora pasó cinco minutos mirando más allá de la cola. Luego regresó a sus teclas.

Al día siguiente Gabriel amaneció sólo. Al incorporarse, acudió a él el recuerdo de un beso. Debido a los horarios de rodaje, Sophie se despertaba en ocasiones la primera, pese a llevar el jubilado guionista un estricto horario de trabajo como escritor. Eran las siete y treinta minutos de la mañana. Le extrañó que ella no lo mencionase la noche anterior, pero no le dio importancia. Preparó café y tostadas y se las llevó consigo a la terraza. A media taza le sobrevino un pensamiento, una idea que debía plasmar de forma inmediata, de manera que se llevó los restos de su desayuno al estudio y empezó a teclear. Apenas escribió la primera línea no pudo parar.
Tal era su concentración en aquella página que no percibió la entrada de Sophie en la sala. Ella, prudente y silenciosa, caminó lentamente hasta colocarse a su espalda. Pasados unos instantes el escritor se detuvo, recostándose por primera vez en la media hora transcurrida sin dejar de darle a la tecla. Entonces ella le tapó los ojos con infinita ternura.

-   ¿Sabías que estaba aquí?

-   Te olí con la última tecla.

-   Voy a dejar el cine. Quiero a Mat y terminaremos juntos la película. Ni puedo ni quiero dejarlo ahora. Pero será la última.

-   En mi cabeza siempre eres feliz interpretando.

-   En tu cabeza siempre soy feliz cuando eran tuyas las palabras que yo decía. Cuando te leía, y al leerte, te oía. ¿Te he dicho alguna vez que al leer es como si fueras tu quien me lee? Pues es cierto. Y fue maravilloso poner en mi boca los diálogos más hermosos de tu historia. Por eso me recuerdas feliz. No es que no lo haya sido desde entonces. Al contrario. Soy tan feliz desde que te conozco que actuar era un tiempo ineludible entre despertar contigo y volverte a ver. Mat me cuida mucho y he disfrutado de los últimos rodajes, pero no es lo mismo. No sin ti. Debí comprenderlo. Puede que si tu no hubieses acudido cada día, durante el rodaje de aquella primera película, yo jamás hubiese asociado hacer cine a la felicidad. Al fin y al cabo era mi primer film serio. Pero allí estabas tú, mirándome. Besándome entre decorados. Haciéndome el amor en el descanso. Ensayando conmigo cada página, que luego se volaba en el balcón, se rompía entre las sábanas o se mojaba en la ducha. Gracias a ti recuerdo el guión entero de memoria. Sin ti no es lo mismo. Lo comprendí ayer sentada frente al piano, viéndote leer. Eso no ha cambiado. Los dos somos de tecla. La paz que siento al verte leer o escribir es la misma que me dan a mi mis melodías al piano. Tu apostaste por lo que de verdad querías al terminar la película. Yo voy a hacerlo ahora. Voy a ser valiente.

-   Yo aposté por lo que de verdad quería mucho antes de terminar la grabación. De hecho aposté por ello antes incluso de empezarla.

-   Tonto.

-   ¿Te he dicho alguna vez que soy incapaz de leer con música? Puedo perderme si hay ruido y zambullirme del todo si hay silencio. Pero me molestan los sonidos.

-   Jamás me lo dijiste.

-   Nunca hizo falta. Leo y escribo con avidez, más si cabe que en silencio, cuando te sientas al piano. Tu no lo sabes, pero a veces, me detengo a pensar en algo que me sugieren las letras, las palabras o el autor. Entonces te encuentro. Me pierdo viéndote tocar y es en ese instante cuando comprendo que estás tocando de verdad. No me resulta fácil dejarte de mirar entonces. Volver a mis teclas o al libro. Me cuesta decidir que me hace más feliz. Será un extraordinario honor acompañarte a tu primer concierto al piano.

-   Quítate la camisa.

-   Estoy en medio de un giro argumental. ¿Me dejas que termine?

-   Nadie te ha dicho que pares. Solo quítate la camisa. ¿Sabes cuando me enamoré de ti?

-   ¿Cuándo te besé entre el café y los postres?

-   No. Me conquistaste con un, “Claro”. Y ni siquiera iba dirigido a mi.  

-   Cásate conmigo.

-   No hasta que termine de contarte los lunares.  


FIN

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