jueves, 8 de noviembre de 2012

Con los pies mojados no se puede amar


Con los pies mojados no se puede amar.

Te lanzas a la carrera por la desfigurada ciudad que creías conocer y ya no reconoces. Te lamentas de lo que el tiempo y la falta de dinero le han robado, dejándote huérfano de padre y madre, de hogar, de cobijo. De trazos de luz que iluminaban el mundo, y la vida. Y la sala. Y tu butaca. Y los cientos de huecos vacíos que no te hacen sentir solo sino en paz. Del calor de una colilla acurrucado en un sofá. Del cuero rojo y el café caliente. De las páginas de viejo, de amarillo. De tinta mezclada con cenizas, de trago largo y amargo. Y de la arena. Del frío del amanecer con bruma. Del cuerpo de mujer que tienta, y te arrastra y te lleva a zambullirte en aguas desnudas, que saben a sal y sexo. Y a promesas que no comprometen a nada. A la deriva de su cuerpo y el mío, que no se conocen y sin embrago se atraen; inevitablemente. Y pasa el engaño, el abandono y el odio. Y la bilis se la llevan las olas y yo duermo al sol de invierno oyendo un mar que no puedo ver.  Imagino que por cada vez que sangré bajo la carne hay un claro corte a flor de piel. Una herida supurante junto a una vieja cicatriz. Una estrella de hierro y pólvora con orificio de entrada y sin salida. Un cañonazo que se llevó tu brazo. Una esquirla que te dejó cojo. Un tajo que te dejó tuerto. Y el amasijo de carne y huesos son ya pieza de museo de artillería. Que es en este viejo tronco donde se han probado todas las armas del mundo. Y las sobreviví. Temblando. El sol se pone y no olvidemos que es invierno. O quizás Otoño. Por eso huele a castañas. También a marrón, a negro y amarillo. A tabaco de pipa. A sombrero de ala ancha y abrigo largo, que te hace desaparecer entre los conocidos anónimos. Gracias por no saludar. Por ese dese usted los buenos días y la sonrisa al otro lado de la barra del bar. Alcohol. Vino o cerveza, que decidan ellos. Los Inmortales. Los lánguidos cuerpos de los hombres excéntricamente bohemios, prematuramente jóvenes, desquiciantemente bellos, hermosamente inconscientes, sutilmente ilustres, despiadadamente tiernos, incombustiblemente ebrios, mortalmente fieles. Y canallas. Eternamente enamorados como yo. Conocedores del juego. Partidarios de la vida pese a todo lo demás. Incluso cuando el “demás” no es poco. Valientes hideputas amados como hermanos. Con ellos bebo, fumo y pierdo la razón. Y la lógica y el sinsentido y le abro el grifo al corazón. Y la boca me sabe a cobre. A óxido. A un tinto que no siempre sale bueno y a cenicero colectivo. Y como ya no hay sol, solo frío y sombras sobre negro y gris, me quedo. Renuncio al cuerpo y me hago un ovillo en una esquina del sofá con restos de mozzarella y un fuerte olor a ebrio. Que me acune el humo del templo de los santos cabrones y me permita hoy no soñar. Que me despierte mañana el calor filtrado de persiana y al sabor a desayuno sin preparar. 

1 comentario:

  1. Genial!! Me lo he releído y la verdad, cada vez me parece mejor. En fin, éste podría ser nuestro sello, la marca de los santos cabrones!

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