Con los pies mojados no se puede
amar.
Te lanzas a la carrera por la
desfigurada ciudad que creías conocer y ya no reconoces. Te lamentas de lo que
el tiempo y la falta de dinero le han robado, dejándote huérfano de padre y
madre, de hogar, de cobijo. De trazos de luz que iluminaban el mundo, y la
vida. Y la sala. Y tu butaca. Y los cientos de huecos vacíos que no te hacen
sentir solo sino en paz. Del calor de una colilla acurrucado en un sofá. Del
cuero rojo y el café caliente. De las páginas de viejo, de amarillo. De tinta
mezclada con cenizas, de trago largo y amargo. Y de la arena. Del frío del
amanecer con bruma. Del cuerpo de mujer que tienta, y te arrastra y te lleva a
zambullirte en aguas desnudas, que saben a sal y sexo. Y a promesas que no
comprometen a nada. A la deriva de su cuerpo y el mío, que no se conocen y sin
embrago se atraen; inevitablemente. Y pasa el engaño, el abandono y el odio. Y
la bilis se la llevan las olas y yo duermo al sol de invierno oyendo un mar que
no puedo ver. Imagino que por cada vez que
sangré bajo la carne hay un claro corte a flor de piel. Una herida supurante
junto a una vieja cicatriz. Una estrella de hierro y pólvora con orificio de
entrada y sin salida. Un cañonazo que se llevó tu brazo. Una esquirla que te
dejó cojo. Un tajo que te dejó tuerto. Y el amasijo de carne y huesos son ya
pieza de museo de artillería. Que es en este viejo tronco donde se han probado
todas las armas del mundo. Y las sobreviví. Temblando. El sol se pone y no
olvidemos que es invierno. O quizás Otoño. Por eso huele a castañas. También a
marrón, a negro y amarillo. A tabaco de pipa. A sombrero de ala ancha y abrigo
largo, que te hace desaparecer entre los conocidos anónimos. Gracias por no
saludar. Por ese dese usted los buenos días y la sonrisa al otro lado de la
barra del bar. Alcohol. Vino o cerveza, que decidan ellos. Los Inmortales. Los
lánguidos cuerpos de los hombres excéntricamente bohemios, prematuramente
jóvenes, desquiciantemente bellos, hermosamente inconscientes, sutilmente ilustres,
despiadadamente tiernos, incombustiblemente ebrios, mortalmente fieles. Y
canallas. Eternamente enamorados como yo. Conocedores del juego. Partidarios de
la vida pese a todo lo demás. Incluso cuando el “demás” no es poco. Valientes
hideputas amados como hermanos. Con ellos bebo, fumo y pierdo la razón. Y la
lógica y el sinsentido y le abro el grifo al corazón. Y la boca me sabe a
cobre. A óxido. A un tinto que no siempre sale bueno y a cenicero colectivo. Y
como ya no hay sol, solo frío y sombras sobre negro y gris, me quedo. Renuncio
al cuerpo y me hago un ovillo en una esquina del sofá con restos de mozzarella y
un fuerte olor a ebrio. Que me acune el humo del templo de los santos cabrones
y me permita hoy no soñar. Que me despierte mañana el calor filtrado de
persiana y al sabor a desayuno sin preparar.
Genial!! Me lo he releído y la verdad, cada vez me parece mejor. En fin, éste podría ser nuestro sello, la marca de los santos cabrones!
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