Vagabond
Wolf
Me pongo en pie, tomo las llaves y la cartera. Salgo llevado por
el arrebato hasta el recibidor. La puerta se cierra y el bandazo que le he dado
precipita mi carrera suicida por las escaleras; hasta que me detiene la puerta
gris que me separa del garaje. Me hace falta una llave. Creo que me la he
dejado arriba. No me atrevo a coger el ascensor. Llevo con la cara entre las
manos un cuarto de hora de reloj. La cabeza me va a estallar. Lo noto. Me tomo
el pulso con desacostumbrada regularidad. En el cuello, en la muñeca,
pinzándome la axila, en la ingle y sobre el mismo corazón. Los muebles de mi
cabeza han estallado. Tengo las paredes del cráneo llenas de astillas. Las
heridas sangran y supuran y deshacen mis nervios con asombrosa facilidad. Me cuesta
respirar. Me fuerzo a abrir mucho la boca porque la nariz no me da el aire que
me piden mis pulmones. Los destrozos de mi cabeza están en llamas. Hay un
incendio entre las ruinas de mi sensatez. De mi cordura. Aprieto los dientes
con fuerza y no me reconozco en el espejo. Jamás me vi tan feo. Se que nunca
fui tan débil. Y sin embargo me partiría la cara con quien fuera. Aquí. Ahora.
Frente a la maldita puerta gris en la que apoyo la cabeza mientras busco con
insistencia en los bolsillos de mi pantalón. Oigo un tintineo. Están en la
chaqueta. Un instante de alivio, apenas un segundo; no hará falta volver. Nada
me obliga ahora a regresar a esas cuatro paredes que un día fueron santo
refugio y hoy me ahogan, me aplastan, me consumen; y las siento nutrirse de mi
fuerza. De la que tuve. De los sueños con los que construí y decoré paredes y
llené estanterías, y escribí y dibujé y pinté y lloré y follé. Y también comí.
Comí y dormir que es lo único que hoy he hecho en todo el día. Y vagar. Vagar
por cada esquina de la prisión que amé siendo más consciente de cada maldito
rincón que me hace de fiel celador. Yo os puse allí baratijas de todas partes.
Simbolizáis todo cuanto deseé y logré. Sois mis sueños, mis anhelos, mis metas,
mis ambiciones. Me recordáis constantemente lo que he hecho hasta ahora, que es
lo que ahora no hago. Luchar. Ya no puedo más. La puerta cede a la primera
vuelta de la llave. Salgo a unas escaleras, cuyo hedor me hace retroceder medió
paso, antes de abalanzarme hasta mi moto, dando zancadas bajo los mortecinos
fluorescentes que iluminan suelos y paredes de un color más gris que el de la
puerta, pero sin ser negro. Se bien de que color es el negro. Mi moto es negra.
Mi casco es negro. El asfalto derretido es espeso y burbujeante petróleo negro.
Necesito quemar rueda. Oír rugir a la bestia entre mis piernas sin saber a
dónde voy. Ella me llevará. Me abandono a su sabiduría. A su velocidad. A la
fuerza que a mi me falta y que ella, gustosa, esta noche me dará. La sensación
de estar encima, de palpar el manillar; de intuirme en el espejo retrovisor y
no sentirme ya tan abominable es solo útil para evitar el ahogo de ponerme el
casco. Pero debo hacerlo. Se que debo. Aunque moriría por conducir sin él. Pero
si, sin duda moriría si hoy condujera sin él. Arranca. Me reconoce y se porta
bien. Sabe que la necesito y me acerca, sin tirones, hasta la misma entrada,
que también es mi salida y una ventana a fuera. Al aire contaminado y siniestro
de la ciudad maldita. A ese rojo anaranjado que se establece entre los
edificios, bajo las farolas, que obsequia a sus habitantes con un rostro
demencial, de eterna insatisfacción. De a-bo-mi-na-ci-ón. Por fortuna al salir
no hay nadie. No hay caras. No hay gente. Pero si coches. Latas de colores que
circulan torpemente estorbándome la huida. Como esos putos duendes de colores
de la casa de baldosas amarillas. Saluda el irlandés y yo le doy al gas. Entro
en un túnel, que confío, no tenga ningún final. Pero lo tiene. Ella sabe que lo
tiene y me saca de él. Otro más. Vuelvo a salir. Vuelvo a entrar. Me he jodido
por el camino tres túneles. Una hazaña sin más. Sigue sin haber público que la
pueda contemplar. Los extraño. Extraño a esos extraños. A la gente. ¿Desde
cuando has necesitado tu a la gente? La bestia se detiene frente a un portal
conocido. Llamo al timbre, creo que en él vive un amigo. Me abren y subo. Me
dispongo a escuchar. A beber. No quiero hablar. Salgo como he entrado. He
conseguido por un instante relajarme y sosegar la cabeza y este podrido corazón
cansado de latir. Laten con más fuerza cuando saben que dejará de ocurrir. Ella
me lleva. Visito a los cinco fieles de mi diestra en busca de vacua
conversación. De una sonrisa, un abrazo; quizás un beso. Luego el inevitable
adiós. Ya basta. Me estás engañando. He cruzado varias veces la ciudad esta
noche y no me siento bien. No estoy mejor. Es solo aquí. Subido en ti. Aquí
contigo que el latir se calma y puedo, extrañamente, conducir. Soy yo quien
ahora te lleva a ti, hasta un bar. Si es que a aquel antro se le puede llamar
bar. He escupido antes de entrar, lejos de tus ruedas. No quiero que al abrir
la puerta te entren nauseas. Te dejo lejos. A buen recaudo. Preferirías que no
entrara pero no puedes hablar. Lástima. Pido un whisky doble. Con hielo pero
sin el por favor. No espero nada bueno en la copa, pero no estoy aquí hoy por
placer. Tomo asiento en el centro de la barra al lado de un tipo algo más feliz
que yo. Solloza ante su propio reflejo. Me sirven la copa y bebo. Trago sin más.
Un trago que despacha medio vaso. Vaso que vuelvo a apoyar. Ahora soy yo quien
se ve en el espejo al otro lado de la barra de aquél bar. Quién cojones eres.
Soy el más joven de los feligreses. Mi barba de varios días no engaña a nadie.
Ni siquiera a mi. A mi solo me pica. Me rasco automáticamente la mejilla. Al
bajar la mano golpeo sin querer el vaso de mi grasiento y llorica compañero.
Parece no saber como ha ocurrido. Acaba de sacar la cara de entre las empapadas
manos y me mira, con desaliento y estupidez. Un rostro, de honorable borracho
venido a menos, me examina sin mucha convicción. No esta seguro de que mirarme
fijamente sea una buena idea. Termina por pedirme él perdón. Le digo que no es
culpa suya. Camarero, una para este señor. No se lo que está tomando -olía a
ginebra- pónganos dos. El barman procede y yo saco la cartera. Pago y me
levanto a mear. Es una costosa y dolorosa meada, pero lo consigo. Al salir la
puerta no me abre. Le pego una patada. Sigue sin abrir. Tiro, tiro; empujo. La
puerta se abre. Demasiado rápido. Demasiado ángulo. El cogote de un tipo ha
hecho de tope. Oigo un estallido, seguido de una maldición y de un estallido
más. Al doblar la sólida plancha de madera veo primero los cristales en el
suelo. Luego veo a un tipo feo. Le pido perdón. Le da una patada a la puerta y esta se cierra de golpe. Casi
me pilla la mano un sonido familiar. La puerta de mi piso ha estallado igual.
El corazón empieza a bombear. No me gustaba aquel tipo y estaba demasiado
enfadado como para tener miedo. No fui valiente. El revés de mis nudillos se
estampó contra su boca. Su dientes babearon mis dedos. Su derechazo se perdió
en el aire. Su cuerpo cayo como una losa sobre mi y yo sobre una mesa. Me tenía
cogido del brazo y apoyaba su peso en mi hombro. Vi volar un vaso, sin
derramarse ni una gota, en nuestra dirección. Terminó su trayecto
fragmentándose en la pared. Gracias llorica. El ruido distrajo al tipo. Olía a
rancio y tenía una mirada fanática, que me perdió de vista lo suficiente como
para arrearle un cabezazo en su fea cara. Saltaron los dientes que habían
aflojado los nudillos. Parecía un toro. La sangre que le brotaba de la nariz y
la boca lo hizo embestir de nuevo. Más loco. Más bravo. Me comí el asta de su
codo. Cogí un taburete y le partí el espinazo. Por lo visto no del todo. En el
suelo había un cuello de botella. Mea culpa. Lo empuñó, vino hacía mi y
sobrepaso por la izquierda las patas y el acolchado. Me rajó de la muñeca al
codo todo el antebrazo. Una herida fea. Lo tenía a mi costado. Interpuse entre
ambos el taburete de lado y lo empotré contra la pared. Le agarré con
desesperación del pelo, tiñendo de rojo su horrible peinado. Uno. Dos. Tres. Cabeza
picaporte. Cuatro. Cinco. Aturdido. Suelto taburete; echo atrás la diestra y
puñetazo. Ahí te quedas mamonazo. No pienso esperar a pagarle a tu dentista.
Corro hacia la puerta atravesando el local y los ojos tristes me sonríen ahora.
Mi vaso sigue intacto y él no disfruta del suyo. Cóctel con espectáculo. Sobre
la barra falta uno. No me da tiempo a devolverle la sonrisa, y sospecho que
hubiese sido un gesto atroz, teniendo en cuenta como me sentía la boca. Me
sabía a sangre y no podía evitar pensar que se me movían uno o dos dientes.
Entonces llegué a ella. Llorarías si pudieras verme. Pero no me puedes ver. Me
quito la chaqueta. Me quito la camiseta. Envuelvo mi antebrazo con el paño
blanco y rápidamente se empapa de espeso rojo. Aprieto el lazo con los dientes.
Duele. Debo presionar. Duele más. Me abrocho la chaqueta sobre el torso
desnudo. Ya encima de la moto, a un par de callejones del bar, siento el sudor
de mi pecho, frío, y alguna mancha de algo más espeso y caliente que ha
salpicado mi vientre y se mezcla con el sudor. Me escuece el brazo. Arranco.
Creo que puedo llegar. Conduce mi diestra. Frena. Dirige. La presión que
requiere el embrague me hace grietarle a la noche. Me abro camino entre aire
rojizo y luces de neón. Duele menos. Lo consigo. Bajo la rampa, sube la
barrera, llego a mi plaza y paso junto a las inmundas escaleras. Hasta más ver
preciosa. Gracias por llevarme. Por traerme. Por serme fiel. Subo al ascensor.
Otro reflejo. Un tipo cansado me mira, y al tocarse con la lengua un diente
parece que sonría. Meto la llave y ella se deja abrir. Una vez dentro paso a
oscuras hasta el baño y le doy al grifo mientras tapono la bañera. El agua
corre. Fría. Gélida. Me deshago de la chaqueta. No me veo con fuerzas para
desatarme las botas. No puedo quitarme el pantalón. Busco un cigarrillo en el
estante de la entrada. Enciendo la bombilla del salón. Vuelvo al baño y apago
la luz. Saco el mechero del bolsillo y entonces entro. El agua está helada. El
volumen de mi cuerpo hace subir la línea de flotación. Yo estoy dentro; las
botas no. Con los pies en alto y el agua cubriéndome el ombligo enciendo un
cigarrillo. El agua limpia la sangre de la herida mientras el humo me quema la
boca. Mis dientes castañean de frío. Mi cuerpo se convulsa a intervalos
regulares, incontrolables, en el agua congelada. Una telilla roja se contonea
en el transparente líquido y éste, a su vez, se mezcla con mis babas. Tengo el
cuerpo molido pero la cabeza no me estalla. El corazón late firme. Veo la luz
más allá de esta estancia. Es cálida.
Espero que la luna siga arrojando luz cálida de ahora en adelante, que te acompañe aun cuando te sientas la persona más desamparada de Barcelona
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