lunes, 5 de marzo de 2012

La mujer que contaba mis lunares

La mujer que contaba mis lunares

Café. El olor a grano molido se mezcla entre las sabanas con fragancia de mujer. Un sueño precioso al que pongo fin al advertir el inminente ruido del despertador. He amanecido quince minutos antes de lo previsto. Tras ponerme en pie y darme los buenos días en el cuarto de baño recorro la distancia, infinita al parecer esta mañana, que dista del espejo a la cocina. A la encimera. A esa amante fiel: La cafetera. Café. Huelo, luego existo. Los ojos la ven antes de entrar. Mis manos me preceden y se abalanzan sobre ella, lo que me cuesta un tropiezo con el cubo de la papelera. Ansioso, tomo la cucharilla y destapo el mágico cofre repleto de pepitas, que molidas y de un color inconfundible con el oro, resplandecen ante mis ojos como si el alba despuntase en su interior y no por la ventana. Tomo una dosis exagerada de su contenido, que vierto con cuidado en el vientre de esta fría italiana que sostengo con la zurda y que pronto hervirá de gozo, entregándome el néctar, la ambrosía… el agua. Me he olvidado el agua.
El tiempo se detiene y frena este despertar suicida. Me vuelvo hacia el fregadero y me dispongo a llenar, con sorprendente calma, las enaguas de mi amante… Pero ya no se cuanta agua verter. Una abominable escalofrío me recorre el cuerpo. Se ha apoderado de mi la vieja melancolía. Frío. Siento mucho frío, y de pronto intuyo que el café que estoy a punto de preparar no va a lograr que desaparezca. Pero aun así procedo. Los gestos, ahora automáticos y desapasionados, borrosos en mi percepción a lo largo de su ejecución, han puesto las cantidades justas de agua y café, cerrado la cafetera y encendido la vitrocerámica. ¿Cuánto tarda en hacerse el café? El estado de vistemia se prolonga unos instantes, que sabré que son segundos y no horas cuando el olor con el que amanecí regrese a mí. Una alucinación. Una falsa percepción de mi fino olfato que, al igual que su dueño, ya no sabe si lo que huele es el hoy o es el ayer. Pues cada noche se acuesta envuelto en la caricia de un perfume que no le es propio, maltratando el cuerpo con una alergia no visible y fustigando al recuerdo hasta quebrar en llanto. Y benditas sean esas lágrimas. Bienvenidas las flemas y todo cuanto tapona la nariz. Gracias a ellas, la caricia de mujer que arde en esas sábanas desaparece, y yo cierro los ojos y aguardo al amanecer.
Café. Lo huelo. Lo vierto. Lo vuelvo a oler. El calor de la taza no se corresponde con el de mis manos. Mis ojos flotan a la deriva en el oscuro mar del fono. Un trago. Corto, lo justo para recuperar a las víctimas del naufragio y ponerlos a salvo en dirección a la ventana. Entonces advierto lo que ya debería ser costumbre y, pese a todo, cada mañana me sorprende: El café es mucho mejor en mis recuerdos. En esos en que todo esta salpicado por notas de perfume femenino, donde un viejo Lobo despierta junto a alguien que ha pasado la noche lamiéndole las heridas. Esas que son el orgullo y la historia del animal y a las que nunca antes había dejado que se acercara nadie. Esa es la razón de que el Lobo amanezca todos los días quince minutos antes y para el despertador. Los necesita. Pues es entonces cuando se gira y contempla a su compañera; sin ser visto, sin sentirse observado a su vez por los curiosos ojos de ella. Una criatura fascinante ocupa un lugar de la cama que acostumbra a estar vacío. Su presencia durante la noche anterior hace que la estancia huela a sexo, a hermosa humanidad… A fragilidad. A tierna y sentenciada debilidad. No quiere que las primeras notas de una melodía rompan aquel silencio, prolongado compás que por si solo ya es obra maestra. Desea verla dormir. No es consciente mientras lo hace, pero lo primeros cinco minutos los dedica a ello. Luego se pone en pie y pasa frente al espejo, un viejo amigo que le devuelve una media sonrisa, que a diferencia de la que ha visto hoy, es franca. El Lobo se siente afortunado. Al llegar a la cocina preparará desayuno para dos y llenará hasta los topes la vieja cafetera. Y a la espera de la bebida con la que acompañarán al desayuno no se hace preguntas de respuesta inescrutable, no percibe el sol que ya despunta ni se inquieta por las horas venideras. Una mano ha empezado a recorrer su espalda. Cada vez que ésta se detiene y un dedo apunta una coordenada, unos labios se posan sobre su erizada piel y plantan un beso de infinita ternura. Parece el intento por trazar un mapa. Cruzando líneas con el vaivén de sus falanges y estampando cruces de imaginario carmín. Hay una galaxia entera escondida en la piel de este viejo Lobo. Por fortuna, va provista de brújula con la que orientarse.
Ese último pensamiento me enfrenta de nuevo al presente, a la mañana de este día y a mi taza de café. Al bajar la mirada veo la rosa de mi pecho y el lienzo sobre el que descansa. Parece esperar navegante capaz de hacerse a la mar. Un mar de estrellas en el que cada día descubro un astro nuevo, con el que complico la labor a toda marinera que pretenda a mi llegar. A toda soñadora que intente trazar un carta de navegación astral, elaborando el mapa de todas las constelaciones que contengo y a las que lograr ponerles nombre es sinónimo de conocer a la persona hasta los rincones más ocultos de su ser. Una certeza equiparable a que de una cafetera llena se obtiene el mejor café.
Quién sabe, quizá no exista mujer capaz de contar todos mis lunares.

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