Vos
estabas sentado, como era habitual aquellos días, en el banco del parque Seúl.
Oías el cántico de pájaros risueños que, subidos al joven pino que se erguía un
poco más a la izquierda, te responderían en unos segundos, con el susurro del
silencio. Sin más aliento para la espera, cerraste los ojos. Era el cansancio
del olvido, y qué difícil era olvidarla. En la visión del sueño estando aún
despierto, no era el negro el que hacía la totalidad del espacio, sino que los
párpados, como ventanas entreabiertas, filtraban la cálida luz que ofrecía un
mediodía de primavera. Tratabas de no recordar la sonrisa que te devolvía cada mañana
al despertar, pero inevitablemente, en la vistemia, consciente, buscaste
volverla a ver, para así desnudar, con presteza y lujuria, el alma de ella.
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