domingo, 14 de julio de 2013

Sin prisa por llagar


Sin prisa por llegar

Corríamos. Corríamos porque correr era lo único que se podía hacer. Ir deprisa para consumirlo todo sin dejarse nada. Andar flotando como dioses al margen de cuanto ven porque ni ven ni oyen, sienten. Y nosotros lo sentíamos. En cada poro de nuestra piel, de esa piel joven que se cuartea con cada segundo que corre porque cada instante la curte y la acerca al cuero viejo que un día contemplaremos asombrados en el espejo y si la memoria no nos falla nos costará reconocer. Reconocer cada arruga y cada pliegue, cada surco y socavón. Cada sonrisa y cada llanto que nos quebró y demolió y nos hizo ser quiénes somos. Y ya no seremos tan extraños. Ya seremos más nosotros porque ubicaremos en esa pieza de ternero envejecido con ojos y nariz a las mujeres y los hermanos, los lugares mágicos y las veces que exploramos los infiernos y Dante nos dio la palmada. Y nos perderemos entre el pelo y el poco pelo y la barba que quizás ya no tendremos y que un día lucimos orgullosos. Y el apéndice más sobresaliente de cintura para arriba (que esperemos no sean nuestras malditas barrigas) recordará, si no le inunda el olor a naftalina, lo que fuimos entonces mientras corríamos para no perdernos nada y poder tenerlo todo. Todo. Las crepes des Arts (27 rue St André des Arts) los bailes de calle y las obras de arte, y el sena y Cristo con el torno desnudo danzando frente a nuestros objetivos y la chica de la orilla de enfrente. Alto. Dejadme dejar de correr. Para ver entero el Louvre me basta una carrera pero para verla a ella hace falta detenerse y contemplar, oler no, respirar. Y enmarcar. Y saber que esa mujer en cualquier otra parte no abría llamado mi atención pero esto es París y ella es tan hermosa y misteriosa y YO apenas hablo francés (Bonjour madame, je t’aime) y si me acerco le tendría que decir que me gusta sin saber muy bien porque y eso, mon ami, es mayor problema que el idioma. Me gustas porque estás aquí sentada sin decir nada con las piernas colgando, mirando al otro lado del agua que divide tu ciudad (¿será en verdad tu ciudad?) y yo estoy corriendo a toda velocidad con esta panda de cabrones, que son santos disfrazados porque nos matarían a todos si fuéramos por ahí exhibiendo las alas que nos dieron los ángeles que besamos en nuestra juventud y por eso corremos en vez de volar, que es para lo que nacimos. Y te digo, o quisiera decirte porque jamás me acerqué a ti, que si te amo en este instante es porque logras que me detenga y termine el café y el cigarrillo mirando el paisaje que protagonizas ante mis mortales ojos, que un día dejarán de ver tan bien y terminarán por darse vuelta y hacerme las veces de espejo para enseñarme todo lo vivido en pase de diapositivas y eso te incluye a ti, desconocida. Au revoir francesita, au revoir; tengo que volver a correr. Y tropezarme varias veces embriagado de néctar de tu tierra (porque digo yo que sería vino francés y ya doy por echo que tú eres francesa porque en mi sueño me hablabas así, sin decir nada. Con acento. Igual solo era acento y de echo no decías absolutamente nada. Como la Mona Lisa, que sin serlo también me habla en francés), mientras seguimos atravesando salas y espacios y mundos enteros. Y así pasamos de un museo a una orilla y de ésta a un punte y allí comemos y seguimos bebiendo y oímos como la música nos arrastra y nos hace descender del Pont des Arts para mezclarnos con los auténticos artistas, los enloquecidos músicos ebrios de noche venidos de New York que tocan en orquesta en mitad de la sombra del París más nocturno para deleite de los transeúntes y de nuestras tazas souvenir, que rebosan de tinto barato perseguidor de brindis, de trago rápido y largo en continua danza tribal. Solo en esta ciudad se baila así y yo solo soy capaz de bailar aquí. A ritmo de Jazz con Jesucristo Súper Star. Y terminar enfadados para empezar queriéndonos más que nunca. Y amanecer con ligera resaca de primavera y olores vespertinos de diez de la mañana, pis de gato y teclas de piano y desayunar un mal pronunciado croissant aux abricots que se me atraganta al pedir y que me da la vida al comer. Y un buen café. Y eso si es excepcional porque menuda mierda de café el francés o el hecho por franceses (¡perdón! Por Parisiens). Y un pitarra de la parra (que si no te subes no es lo mismo y si no lo dices tampoco) y si Paul te lo tira pues mucho mejor. Pero no dejemos de correr porque esto acaba de empezar y aún me falta hundir cabeza en el estómago de la risa y que TÚ o Héctor o Evan o el mismo Paul os hundáis en el mío y ya no podamos salir y tengamos que parar. Y ya hemos parado. Estamos parados sobre el cómodo verde que huele a hierba y es en realidad una parcela de infinita felicidad, incomprensible para el resto de domingueros que van de picnic y solo ven el bien recortado césped de los Jardines de Luxemburgo. Incapaces de sentir, ven y alguno trata de mirar. Y yo cierro los ojos y me parto el culo con mis Santos Cabrones y nuestra risa deja intuir nuestras alas. Entonces volamos. Y solo los cabrones vuelan alto. Más alto que ningún otro bicho alado y si el avión se estrella, cantamos. Que es lo que tenemos pinta de hacer y ninguno de nosotros sabe en realidad, pero si nos vieras flotar por el barrio Latino lo sabrías,  nos sentirías y te darías la vuelta para volvernos a mirar. Estrellas de Rock que no saben tocar, que parece que tengan mucha prisa por llegar.