Sin
prisa por llegar
Corríamos. Corríamos porque correr era lo único que se podía
hacer. Ir deprisa para consumirlo todo sin dejarse nada. Andar flotando como
dioses al margen de cuanto ven porque ni ven ni oyen, sienten. Y nosotros lo
sentíamos. En cada poro de nuestra piel, de esa piel joven que se cuartea con
cada segundo que corre porque cada instante la curte y la acerca al cuero viejo
que un día contemplaremos asombrados en el espejo y si la memoria no nos falla
nos costará reconocer. Reconocer cada arruga y cada pliegue, cada surco y socavón.
Cada sonrisa y cada llanto que nos quebró y demolió y nos hizo ser quiénes
somos. Y ya no seremos tan extraños. Ya seremos más nosotros porque ubicaremos
en esa pieza de ternero envejecido con ojos y nariz a las mujeres y los
hermanos, los lugares mágicos y las veces que exploramos los infiernos y Dante
nos dio la palmada. Y nos perderemos entre el pelo y el poco pelo y la barba
que quizás ya no tendremos y que un día lucimos orgullosos. Y el apéndice más sobresaliente
de cintura para arriba (que esperemos no sean nuestras malditas barrigas)
recordará, si no le inunda el olor a naftalina, lo que fuimos entonces mientras
corríamos para no perdernos nada y poder tenerlo todo. Todo. Las crepes des
Arts (27
rue St André des Arts) los bailes de calle y las
obras de arte, y el sena y Cristo con el torno desnudo danzando frente a
nuestros objetivos y la chica de la orilla de enfrente. Alto. Dejadme dejar de
correr. Para ver entero el Louvre me basta una carrera pero para verla a ella
hace falta detenerse y contemplar, oler no, respirar. Y enmarcar. Y saber que
esa mujer en cualquier otra parte no abría llamado mi atención pero esto es
París y ella es tan hermosa y misteriosa y YO apenas hablo francés (Bonjour
madame, je t’aime) y si me acerco le tendría que decir que me gusta sin saber
muy bien porque y eso, mon ami, es mayor problema que el idioma. Me gustas
porque estás aquí sentada sin decir nada con las piernas colgando, mirando al
otro lado del agua que divide tu ciudad (¿será en verdad tu ciudad?) y yo estoy
corriendo a toda velocidad con esta panda de cabrones, que son santos
disfrazados porque nos matarían a todos si fuéramos por ahí exhibiendo las alas
que nos dieron los ángeles que besamos en nuestra juventud y por eso corremos
en vez de volar, que es para lo que nacimos. Y te digo, o quisiera decirte porque
jamás me acerqué a ti, que si te amo en este instante es porque logras que me
detenga y termine el café y el cigarrillo mirando el paisaje que protagonizas
ante mis mortales ojos, que un día dejarán de ver tan bien y terminarán por
darse vuelta y hacerme las veces de espejo para enseñarme todo lo vivido en pase
de diapositivas y eso te incluye a ti, desconocida. Au revoir francesita, au
revoir; tengo que volver a correr. Y tropezarme varias veces embriagado de
néctar de tu tierra (porque digo yo que sería vino francés y ya doy por echo
que tú eres francesa porque en mi sueño me hablabas así, sin decir nada. Con
acento. Igual solo era acento y de echo no decías absolutamente nada. Como la
Mona Lisa, que sin serlo también me habla en francés), mientras seguimos
atravesando salas y espacios y mundos enteros. Y así pasamos de un museo a una orilla y de ésta a un punte y allí comemos y seguimos bebiendo y oímos como la
música nos arrastra y nos hace descender del Pont des Arts para mezclarnos con
los auténticos artistas, los enloquecidos músicos ebrios de noche venidos de
New York que tocan en orquesta en mitad de la sombra del París más nocturno
para deleite de los transeúntes y de nuestras tazas souvenir, que rebosan de
tinto barato perseguidor de brindis, de trago rápido y largo en continua danza tribal.
Solo en esta ciudad se baila así y yo solo soy capaz de bailar aquí. A ritmo de
Jazz con Jesucristo Súper Star. Y terminar enfadados para empezar queriéndonos
más que nunca. Y amanecer con ligera resaca de primavera y olores vespertinos
de diez de la mañana, pis de gato y teclas de piano y desayunar un mal
pronunciado croissant aux abricots que se me atraganta al pedir y que me da la
vida al comer. Y un buen café. Y eso si es excepcional porque menuda mierda de
café el francés o el hecho por franceses (¡perdón! Por Parisiens). Y un pitarra
de la parra (que si no te subes no es lo mismo y si no lo dices tampoco) y si
Paul te lo tira pues mucho mejor. Pero no dejemos de correr porque esto acaba
de empezar y aún me falta hundir cabeza en el estómago de la risa y que TÚ o
Héctor o Evan o el mismo Paul os hundáis en el mío y ya no podamos salir y
tengamos que parar. Y ya hemos parado. Estamos parados sobre el cómodo verde
que huele a hierba y es en realidad una parcela de infinita felicidad,
incomprensible para el resto de domingueros que van de picnic y solo ven el
bien recortado césped de los Jardines de Luxemburgo. Incapaces de sentir, ven y
alguno trata de mirar. Y yo cierro los ojos y me parto el culo con mis Santos
Cabrones y nuestra risa deja intuir nuestras alas. Entonces volamos. Y solo los
cabrones vuelan alto. Más alto que ningún otro bicho alado y si el avión se
estrella, cantamos. Que es lo que tenemos pinta de hacer y ninguno de nosotros
sabe en realidad, pero si nos vieras flotar por el barrio Latino lo
sabrías, nos sentirías y te darías
la vuelta para volvernos a mirar. Estrellas de Rock que no saben tocar, que
parece que tengan mucha prisa por llegar.