martes, 5 de junio de 2012

L'arbre claudi


Hi ha una balada popular, que encara alguns vells canten, que en la tonada diu que l'Arbre dels Claudis dóna dos tipus de fruits, la pruna dolça i la pruna agre, però les agres sempre superen en nombre a les dolces. 

[...] I el baladista afegeix que les dones de la familia Clàudia també són, algunes dolces i d'altres agres, però les agres sempre superen en nombre a les dolces.

Jo, Claudi  (Robert Graves)


Vaig portar de nou la pluja a les teves contrades, mentre cavalcava entre marges d’oliveres i serralades poc pronunciades. Encara no sé si em perdones, ni tampoc si m’esperaves.
Des que va acabar l’hivern on et vaig conèixer, vestida d’atuents senzills i amb la melena tendre i suau de color atzabeja onejant a l’aire, que no he tornat al jardí.
De nit, quan tot és silenci, i els sorolls de la ciutat van morint-se amb el pas de les hores, és el moment perfecte per anar a fer-hi un tomb.
És allà, en un racó, on hi ha l’arbre claudi.

Recordo que el primer dia, en que per casualitat vaig trepitjar aquest lloc, i vaig quedar-me per un instant, contemplant davant meu l’únic pruner del jardí. Quelcom em va fer que pugés a prendre un dels fruits. Va ser llavors quan vas aparèixer per darrera meu, d’entre el mig de les branques. Vaig sentir la teva veu dolça de primer petó molt a prop de la meva orella, xiuxiuejant de forma tranquil·la la historieta del jardí.

I vam avançar unes passes, com dos extranys amb molt a dir-se, encara que mai em vas mirar als ulls, almenys per primera vegada.
Vaig notar la teva mà, que em feia canviar la direcció, però no vaig gosar interrompre, doncs Minerva ens observava des d’un pedestal de marbre al costat d’un cirerer. Et vas posar a cantar-me, amb poca veu, per no despertar el son de cap ocell, un himne familiar, sobre un pruner en un racó del jardí.
De sobte, tornavem a estar davant de l’arbre, mentre la lluna il·luminava el teu rostre d’eterna joventut.

- Per què amagues el trident, reciari?
- Fins vos m’heu de reconèixer?
- Aquestes marques a la pell, només poden ser d’un gladiador..
- O potser de perdre moltes batalles...
- De ser així, ara estaria parlant amb un espectre, i per molt que la nit em traeixi, no crec que hagi creuat l’Estigia.
- No, no és així, domina.
- Amb claredat meridiana que ho sé. I sort, perquè prefereixo els plaers mortals, dels que no poden gaudir-ne els déus. Ja saps que no tots s’aconsegueixen amb una reixa, que immobilitzi l’enemic, per tal d’assestar-li el trident i beure’s la sang que brotlla del seu cos, com feu els vosaltres... No cal exposar-se a les batalles, quan els plaers es toquen amb els dits, no?.
- Què vol dir?
- Que prenguis un fruït d’aquest abre. 

domingo, 3 de junio de 2012

Vagabond Wolf

Vagabond Wolf

Me pongo en pie, tomo las llaves y la cartera. Salgo llevado por el arrebato hasta el recibidor. La puerta se cierra y el bandazo que le he dado precipita mi carrera suicida por las escaleras; hasta que me detiene la puerta gris que me separa del garaje. Me hace falta una llave. Creo que me la he dejado arriba. No me atrevo a coger el ascensor. Llevo con la cara entre las manos un cuarto de hora de reloj. La cabeza me va a estallar. Lo noto. Me tomo el pulso con desacostumbrada regularidad. En el cuello, en la muñeca, pinzándome la axila, en la ingle y sobre el mismo corazón. Los muebles de mi cabeza han estallado. Tengo las paredes del cráneo llenas de astillas. Las heridas sangran y supuran y deshacen mis nervios con asombrosa facilidad. Me cuesta respirar. Me fuerzo a abrir mucho la boca porque la nariz no me da el aire que me piden mis pulmones. Los destrozos de mi cabeza están en llamas. Hay un incendio entre las ruinas de mi sensatez. De mi cordura. Aprieto los dientes con fuerza y no me reconozco en el espejo. Jamás me vi tan feo. Se que nunca fui tan débil. Y sin embargo me partiría la cara con quien fuera. Aquí. Ahora. Frente a la maldita puerta gris en la que apoyo la cabeza mientras busco con insistencia en los bolsillos de mi pantalón. Oigo un tintineo. Están en la chaqueta. Un instante de alivio, apenas un segundo; no hará falta volver. Nada me obliga ahora a regresar a esas cuatro paredes que un día fueron santo refugio y hoy me ahogan, me aplastan, me consumen; y las siento nutrirse de mi fuerza. De la que tuve. De los sueños con los que construí y decoré paredes y llené estanterías, y escribí y dibujé y pinté y lloré y follé. Y también comí. Comí y dormir que es lo único que hoy he hecho en todo el día. Y vagar. Vagar por cada esquina de la prisión que amé siendo más consciente de cada maldito rincón que me hace de fiel celador. Yo os puse allí baratijas de todas partes. Simbolizáis todo cuanto deseé y logré. Sois mis sueños, mis anhelos, mis metas, mis ambiciones. Me recordáis constantemente lo que he hecho hasta ahora, que es lo que ahora no hago. Luchar. Ya no puedo más. La puerta cede a la primera vuelta de la llave. Salgo a unas escaleras, cuyo hedor me hace retroceder medió paso, antes de abalanzarme hasta mi moto, dando zancadas bajo los mortecinos fluorescentes que iluminan suelos y paredes de un color más gris que el de la puerta, pero sin ser negro. Se bien de que color es el negro. Mi moto es negra. Mi casco es negro. El asfalto derretido es espeso y burbujeante petróleo negro. Necesito quemar rueda. Oír rugir a la bestia entre mis piernas sin saber a dónde voy. Ella me llevará. Me abandono a su sabiduría. A su velocidad. A la fuerza que a mi me falta y que ella, gustosa, esta noche me dará. La sensación de estar encima, de palpar el manillar; de intuirme en el espejo retrovisor y no sentirme ya tan abominable es solo útil para evitar el ahogo de ponerme el casco. Pero debo hacerlo. Se que debo. Aunque moriría por conducir sin él. Pero si, sin duda moriría si hoy condujera sin él. Arranca. Me reconoce y se porta bien. Sabe que la necesito y me acerca, sin tirones, hasta la misma entrada, que también es mi salida y una ventana a fuera. Al aire contaminado y siniestro de la ciudad maldita. A ese rojo anaranjado que se establece entre los edificios, bajo las farolas, que obsequia a sus habitantes con un rostro demencial, de eterna insatisfacción. De a-bo-mi-na-ci-ón. Por fortuna al salir no hay nadie. No hay caras. No hay gente. Pero si coches. Latas de colores que circulan torpemente estorbándome la huida. Como esos putos duendes de colores de la casa de baldosas amarillas. Saluda el irlandés y yo le doy al gas. Entro en un túnel, que confío, no tenga ningún final. Pero lo tiene. Ella sabe que lo tiene y me saca de él. Otro más. Vuelvo a salir. Vuelvo a entrar. Me he jodido por el camino tres túneles. Una hazaña sin más. Sigue sin haber público que la pueda contemplar. Los extraño. Extraño a esos extraños. A la gente. ¿Desde cuando has necesitado tu a la gente? La bestia se detiene frente a un portal conocido. Llamo al timbre, creo que en él vive un amigo. Me abren y subo. Me dispongo a escuchar. A beber. No quiero hablar. Salgo como he entrado. He conseguido por un instante relajarme y sosegar la cabeza y este podrido corazón cansado de latir. Laten con más fuerza cuando saben que dejará de ocurrir. Ella me lleva. Visito a los cinco fieles de mi diestra en busca de vacua conversación. De una sonrisa, un abrazo; quizás un beso. Luego el inevitable adiós. Ya basta. Me estás engañando. He cruzado varias veces la ciudad esta noche y no me siento bien. No estoy mejor. Es solo aquí. Subido en ti. Aquí contigo que el latir se calma y puedo, extrañamente, conducir. Soy yo quien ahora te lleva a ti, hasta un bar. Si es que a aquel antro se le puede llamar bar. He escupido antes de entrar, lejos de tus ruedas. No quiero que al abrir la puerta te entren nauseas. Te dejo lejos. A buen recaudo. Preferirías que no entrara pero no puedes hablar. Lástima. Pido un whisky doble. Con hielo pero sin el por favor. No espero nada bueno en la copa, pero no estoy aquí hoy por placer. Tomo asiento en el centro de la barra al lado de un tipo algo más feliz que yo. Solloza ante su propio reflejo. Me sirven la copa y bebo. Trago sin más. Un trago que despacha medio vaso. Vaso que vuelvo a apoyar. Ahora soy yo quien se ve en el espejo al otro lado de la barra de aquél bar. Quién cojones eres. Soy el más joven de los feligreses. Mi barba de varios días no engaña a nadie. Ni siquiera a mi. A mi solo me pica. Me rasco automáticamente la mejilla. Al bajar la mano golpeo sin querer el vaso de mi grasiento y llorica compañero. Parece no saber como ha ocurrido. Acaba de sacar la cara de entre las empapadas manos y me mira, con desaliento y estupidez. Un rostro, de honorable borracho venido a menos, me examina sin mucha convicción. No esta seguro de que mirarme fijamente sea una buena idea. Termina por pedirme él perdón. Le digo que no es culpa suya. Camarero, una para este señor. No se lo que está tomando -olía a ginebra- pónganos dos. El barman procede y yo saco la cartera. Pago y me levanto a mear. Es una costosa y dolorosa meada, pero lo consigo. Al salir la puerta no me abre. Le pego una patada. Sigue sin abrir. Tiro, tiro; empujo. La puerta se abre. Demasiado rápido. Demasiado ángulo. El cogote de un tipo ha hecho de tope. Oigo un estallido, seguido de una maldición y de un estallido más. Al doblar la sólida plancha de madera veo primero los cristales en el suelo. Luego veo a un tipo feo. Le pido perdón.  Le da una patada a la puerta y esta se cierra de golpe. Casi me pilla la mano un sonido familiar. La puerta de mi piso ha estallado igual. El corazón empieza a bombear. No me gustaba aquel tipo y estaba demasiado enfadado como para tener miedo. No fui valiente. El revés de mis nudillos se estampó contra su boca. Su dientes babearon mis dedos. Su derechazo se perdió en el aire. Su cuerpo cayo como una losa sobre mi y yo sobre una mesa. Me tenía cogido del brazo y apoyaba su peso en mi hombro. Vi volar un vaso, sin derramarse ni una gota, en nuestra dirección. Terminó su trayecto fragmentándose en la pared. Gracias llorica. El ruido distrajo al tipo. Olía a rancio y tenía una mirada fanática, que me perdió de vista lo suficiente como para arrearle un cabezazo en su fea cara. Saltaron los dientes que habían aflojado los nudillos. Parecía un toro. La sangre que le brotaba de la nariz y la boca lo hizo embestir de nuevo. Más loco. Más bravo. Me comí el asta de su codo. Cogí un taburete y le partí el espinazo. Por lo visto no del todo. En el suelo había un cuello de botella. Mea culpa. Lo empuñó, vino hacía mi y sobrepaso por la izquierda las patas y el acolchado. Me rajó de la muñeca al codo todo el antebrazo. Una herida fea. Lo tenía a mi costado. Interpuse entre ambos el taburete de lado y lo empotré contra la pared. Le agarré con desesperación del pelo, tiñendo de rojo su horrible peinado. Uno. Dos. Tres. Cabeza picaporte. Cuatro. Cinco. Aturdido. Suelto taburete; echo atrás la diestra y puñetazo. Ahí te quedas mamonazo. No pienso esperar a pagarle a tu dentista. Corro hacia la puerta atravesando el local y los ojos tristes me sonríen ahora. Mi vaso sigue intacto y él no disfruta del suyo. Cóctel con espectáculo. Sobre la barra falta uno. No me da tiempo a devolverle la sonrisa, y sospecho que hubiese sido un gesto atroz, teniendo en cuenta como me sentía la boca. Me sabía a sangre y no podía evitar pensar que se me movían uno o dos dientes. Entonces llegué a ella. Llorarías si pudieras verme. Pero no me puedes ver. Me quito la chaqueta. Me quito la camiseta. Envuelvo mi antebrazo con el paño blanco y rápidamente se empapa de espeso rojo. Aprieto el lazo con los dientes. Duele. Debo presionar. Duele más. Me abrocho la chaqueta sobre el torso desnudo. Ya encima de la moto, a un par de callejones del bar, siento el sudor de mi pecho, frío, y alguna mancha de algo más espeso y caliente que ha salpicado mi vientre y se mezcla con el sudor. Me escuece el brazo. Arranco. Creo que puedo llegar. Conduce mi diestra. Frena. Dirige. La presión que requiere el embrague me hace grietarle a la noche. Me abro camino entre aire rojizo y luces de neón. Duele menos. Lo consigo. Bajo la rampa, sube la barrera, llego a mi plaza y paso junto a las inmundas escaleras. Hasta más ver preciosa. Gracias por llevarme. Por traerme. Por serme fiel. Subo al ascensor. Otro reflejo. Un tipo cansado me mira, y al tocarse con la lengua un diente parece que sonría. Meto la llave y ella se deja abrir. Una vez dentro paso a oscuras hasta el baño y le doy al grifo mientras tapono la bañera. El agua corre. Fría. Gélida. Me deshago de la chaqueta. No me veo con fuerzas para desatarme las botas. No puedo quitarme el pantalón. Busco un cigarrillo en el estante de la entrada. Enciendo la bombilla del salón. Vuelvo al baño y apago la luz. Saco el mechero del bolsillo y entonces entro. El agua está helada. El volumen de mi cuerpo hace subir la línea de flotación. Yo estoy dentro; las botas no. Con los pies en alto y el agua cubriéndome el ombligo enciendo un cigarrillo. El agua limpia la sangre de la herida mientras el humo me quema la boca. Mis dientes castañean de frío. Mi cuerpo se convulsa a intervalos regulares, incontrolables, en el agua congelada. Una telilla roja se contonea en el transparente líquido y éste, a su vez, se mezcla con mis babas. Tengo el cuerpo molido pero la cabeza no me estalla. El corazón late firme. Veo la luz más allá de esta estancia. Es cálida.